Te enseño a mirar
La Córdoba que sesea, abierta al campo, hundida en la tierra, arraigada al sol como un olivo milenario, se asoma en Juan Campos Reina (Puente Genil, 1946), quien a su vez se asoma como en un juego sin fin a lugares y culturas lejanas que nada -o mucho- tienen que ver con su pedazo de lugar en el mundo, desde el que escucha cómo le hablan los árboles o recuerda el olor a vainilla de su padre, que repartía besos como dulces. «Mi padre olía a vainilla y yo me dormía cada noche atrapado por el ruido monótono de la piedra de un molino de aceite». La realidad mágica, lejos de estar en el Caribe, se descubre a la vuelta de la esquina, como una parte misma de la vida, tan increíble, tan extraña.Juan Campos Reina despertó sentidos y atrapó emociones en la vastedad inabarcable de la campiña sur cordobesa, en el mismo centro geográfico de la Andalucía tan presente en sus novelas.Allí, en una casa «muy andaluza» con molino, fue forjándose una sensibilidad inquieta, heterodoxa, que le ha llevado a buscar y buscar hasta encontrar para seguir luego buscando y buscando.Queda dicho que el ruido del empiedro era como un mecanismo que le sumía en las profundidades de la noche. Y también queda dicho que su padre olía a vainilla. «Tenía una pequeña fábrica de chocolate en el pueblo. ¡Imagínate lo que eso era para un niño!». Aquella casa de aceite y chocolate escondía también, medio arrumbados, cientos de libros, la mayoría del siglo XIX. «De allí rescaté mi primera biblioteca y, antes de leer La Odisea, yo había leído el Telémaco de Fénelon». Más tarde, novelista conocido, el poeta Pere Gimferrer le dijo que su grafía de los nombres griegos no era española, sino francesa. «¡Claro, si empecé con Félenon...!».Un inicio raro, como extraño es Campos Reina, siempre heterodoxo.La literatura le llega de una forma casi natural. En su familia contaba en nómina con un historiador y un poeta famoso, Manuel Reina, que fue junto a Salvador Rueda precursor del Modernismo.El sonoro Rubén los tenía por maestros y con ellos se carteaba.«Puede ser que ése sea el germen, o tal vez otro, no lo sé; el caso es que desde la adolescencia yo siempre quise ser escritor, novelista concretamente». Después de tantos años, reconoce que la literatura, si algo le ha enseñado, es a mirar, una acción que parece fácil pero que entraña una dificultad desconocida.«Lo importante es mirar, pasear la mirada, y eso te exige un aprendizaje». Así, mirando, fue construyendo su particular mundo literario, reconocido con el Premio Andalucía de la Crítica y dominado por la saga de los Maruján, que recorre en cinco de sus libros todo el siglo XX para asomarse al XXI en una especie de Divina Comedia al modo Campos Reina. «Hoy por hoy, la saga está acabada, pero nunca se sabe qué nos deparará la vida», dice mientras recuerda sus años de guitarrista en el conjunto -extraño, también- Los Trovadores, en los años de estudiante de Derecho en al Universidad de Sevilla. Allí, y antes en los campos de Puente Genil, comenzó a aprender a mirar, junto al viejo profesor republicano Manuel Giménez Fernández, a quien el franquismo vigilaba de cerca pero permitía dar clases.De Andalucía -«yo escribo siempre para un entorno y mi entorno esencial es Andalucía»- va Campos Reina al Japón con una naturalidad pasmosa. A esa cultura milenaria dedica apasionadamente desde hace años sus desvelos. Pero, de nuevo, a su manera. El Japón que le interesa dejó de existir en 1600 y era aquel que relacionaba a los monjes con los soldados, a la espada con la cultura. De él surge el teatro Noh. «Es un mundo bellísimo, que nos golpea a los escritores», dice mientras ensaya la postura del Loto, que lo eleva de la tierra que le enseñó a mirar.
Publicado en El Mundo de Málaga el 1 de julio de 2007.
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