«Te suplico que pronuncies mi nombre / y descubro que me llamo silencio». El poeta Juan Delgado, como en sus versos rotos, no podrá callar nunca, aunque haya muerto un absurdo domingo de mayo. Ahí están sus poemas –casi eternamente– para que el quiera leerlos y dejarse ayudar, que es acaso la más alta función de la poesía. Él era silencio de bosques y minas, y a los árboles y a los ríos recurría cuando se veía superado por la incapacidad humana para comunicarse. Quiere decirse que buscó a Dios en el campo y en las nubes bajo el paraguas de una suerte de panteísmo humanista que dotó su poesía de compromiso y conocimiento. «Mi ideal poético no es subir por una escala de seda a la sublimación de los sentimientos, sino bajar por una escala de hierro hasta la contemplación cotidiana de la vida interna», me dijo un día en su vieja casa de Riotinto, pueblo al que tuvo que emigrar con su familia desde su Campofrío natal con apenas 10 años, tras la muerte repentina de su padre. Si fue niño con hambre, librero, cajista de imprenta y trabajador de la mina, Juan Delgado fue, ante todo, un hombre que buscó siempre el asidero con el que agarrarse con fuerza a la vida. Su especial sensibilidad comenzó a plasmarla en forma de poemas de manera tardía, allá por 1971, cuando su primer libro publicado fue galardonado con el Premio Ángaro. Sumó otros muchos reconocimientos (Odón Betanzos, Vicente Medina) y fue un destacado agitador cultural de la Huelva que empezaba a despertar. Últimamente estaba de vueltas. «Éste [por Riotinto] es un pueblo olvidado por todos, yo estoy lejos de los circuitos poéticos, no soy un arribista, ni un adulador, ni un relaciones públicas», me confesó en aquel encuentro de unas horas. El poeta desarraigado –el poeta de la Sierra encerrado en el poeta de la Mina– acabó convertido en un Habitante del bosque, a la postre su último poemario. «La tarde, Dios y yo, / tres hermosas maneras del silencio». A Juan Delgado se lo tragaron los árboles.
Publicado en El Mundo Huelva Noticias el 11 de mayo de 2010.
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